7.2.09

De negro se viste la gente

Seguían llegando. Y media hora después seguían llegando, como si una fuerza exterior mandara a apretujar a cada vez más gente en un espacio tan pequeño, que se hacía sentir tan espacioso. Y siguieron llegando, hasta que todo estuvo lleno y tuvieron que pararse afuera, y hacer un esfuerzo sobre-humano por escuchar a quienes hablaban.
La reunión -privada en un principio- se convirtió en una procesión de gente que algunas veces se saludaban y otras también. Las viejas –atrapadas en el pasado- cuchicheaban oraciones y salmos arrodilladas en pequeños cojines, que acomodados en una fila, evitaban que vejestorios como los que los utilizaban se lastimaran las rodillas, al adorar algo que ni siquiera sentían del todo. Los viejos daban largas bocanadas a sus puros, encerrados en un interminable círculo de humo y carcajadas inapropiadas para la situación, a unos diez o veinte metros de toda civilización enlutada, volviendo de rato en rato a sus esposas para preguntarles cómo se encontraban.
El espacio circundante al mármol amarillento en donde se encontraba la gran cruz de madera, parecía una fiesta comunal de cuervos; y de rato en rato, algún colorinche barato rompía la ensombrecida solemnidad.
En un momento, dejaron de llegar y para esa hora, ya todas las bancas -de tornillo enchapado en cedro- estaban llenas, como extensas latas de sardinas destapadas.
Los jóvenes reposaban parados, cediendo el sitio a los más experimentados en ese tipo de ceremonias. No hablaban, por simple respeto. Realmente no sabían qué hacer. Todos y cada uno de ellos seguro pensando en algo más que en las flores que iban adornando el ataúd, las bancas maltratas y en los niños que les jalaban los pantalones y las faldas, sólo para molestarlos un poco. Y seguro, más de uno, deseando no haber ido tan abrigado, o simplemente así.
Al fin, después de la larga, casi eterna espera en momentos como ese, la ceremonia comenzó. Padre nuestro que estás en el cielo...
El ambiente rebosaba de un olor a gardenias y a girasoles marchitos, de claveles frescos y rosas casi rancias, acompañados por un cierto olorsillo -bastante molesto- generado por las glándulas sudoríparas algo hiperactivas de alguna persona olvidadiza.
Los pequeños niños, fastidiados por el sofocante calor de la mitad del verano y de las vestimentas sofisticadas a las cuales no estaban acostumbrados, revoloteaban por ahí, fastidiando con su inocente impertinencia.
Una hora después, todo acabó. Los individuos de aquella masa voluminosa y desconocida salía por la puerta del frente, pero antes de poner siquiera un pie afuera, giraba sobre sí misma, hacían un rápido gesto con la mano sobre el pecho y se iban impulsados por el ímpetu que infunde la tristeza a veces. El que menos, salía con los ojos enrojecidos de tanta chilladera.
Fue una persona bastante querida, se notaba en los ojos de los familiares y amigos. Amargas gotas habían regado el sendero hasta el cementerio. Mucha gente subió a sus carros y aceleró en un intento por ponerse más adelante, más y más cerca; otro poco se quedó llorando sus penas en alguna cevichería cercana, ahogando las penas en unas cuantas botellas de cerveza. De todas maneras, la misión había sido cumplida.

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