7.12.14

Los hombres de mi vida - Las polillas en la panza

El poder que tienes de quitarme la concentración, de hacer que mi respiración se agite con solo una sonrisa, de hacerme sentir que no hay nada ni antes ni después de un beso tuyo, de acariciar mi debilidad con tus dedos firmes y hacerme sentir una pequeña descarga eléctrica, es el mismo poder que me hace sonreír involuntariamente cuando estás lejos. Y cuando estás cerca no puedo ocultar los nervios que me sobrecogen, las mariposas en el estómago, la sensación de vértigo de sentir una vez más la feniletilanina y la serotonina invadiendo cada rincón de mi cuerpo. Y no puedo dejar de pensar en la caducidad de lo que vivimos. En lo efímera que es la felicidad.

A mis 30, llegas con las manos abiertas para darme todo lo que eres (o al menos eso quisiera creer), pero sin la seguridad de que sea para siempre. Y a mis 30, la necesidad de tener estabilidad supera mi necesidad de emociones fuertes, de un enamoramiento instantáneo, de emociones tan intensas que no me dejen respirar, ni dormir, ni vivir la paz mental que me resulta tan difícil encontrar en medio de los escombros de mis vidas pasadas. Y entonces me levanto por las mañanas confundida, y pensando si será ese el último día en que sepa de ti. O acaso ese el último día que escuche los latidos en tu pecho, o el olor hipnotizante de los cigarros en tu barba, o el tacto suave de tu espalda. O acaso tu voz profunda al otro lado del teléfono, o tu mirada fija en la mía.  Y ese desequilibrio me hace querer salir corriendo. Me hace querer desaparecer y no sentir más. Me hace querer arrancarme el corazón del pecho, y guardarlo para no volver a sufrir. Y volver a la tranquilidad de los días en que aún no te conocía.