8.2.09

Chanclísima

A mi Chancla
Tu que me supiste comprender aún sin conocerme
Creo que deberías de escuchar esta canción
http://www.youtube.com/watch?v=kzA6J2_Mtb8


Recuerdo ese primer día en que te conocí. Tenías una falda floreada, que casi tocaba el suelo, una cabellera abundante y un tatuaje en el pecho. No sabía quién eras, pero la imagen que proyectaste era de puro positivismo, de pura buena vibra. Tenías la voz cargada de esperanza, de sueños de grandeza, de tranquilidad en su estado más puro. Sabía que habías llegado a Lima después de haber vivido en Chile los últimos años. Confié en ti desde la primera palabra. Nos reímos juntas desde la primera canción... desde que empezamos a llamarnos "Las Chanclas". Disfruté inmensamente las noches de terraza, las caminatas, las conversaciones, las guitarreadas...
Sí Chancla, quisiera estar ahí contigo, abrazándote y diciéndote que va a pasar. Hoy te vi con el ánimo partido, y fue casi como verme al espejo. La cara desencajada, el ánimo en el piso, la falta de hambre, la falta de ganas de seguir viviendo sin comprender qué fue lo que sucedió. Finalmente Chancla, todos somos humanos, capaces de cometer errores, capaces de herir a veces queriendo y otras veces sin querer. Tendrás que aprender a aceptar que los errores son parte del egoísmo y no de la crueldad.
Lo único que te puedo decir es que eventualmente va a pasar. Suena trillado, lo sé, pero el tiempo cura las heridas. No borra las huellas que dejaron en nosotras, pero si empolva los recuerdos y los hace ver mejores, más bonitos. A la larga, recordarás "las buenas épocas" en que no existían los problemas y el amor era perfecto y era todo lo que necesitábamos para sentirnos vivas, capaces de hacer cualquier cosa.
Deja ir. Deja de esperar que el mundo sea perfecto. Deja de vivir a la expectativa. Yo ya lo hice.

7.2.09

Delirios de grandeza

(Escrito en momentos de locura e imaginación atormentada... No se la tomen muy en serio. Estaba escribiendo un ensayo sobre el apartheid)


Siendo yo un ser humano perfecto, ¿por qué habrían de ocurrírseme ideas tan deshumanizantes y brutales como las que ahora merodean mi cabeza? Es mi mente universitaria -tan saturada de información- la que se deja llevar por un delirio inacabable -pero intermitente- y maquina planes tan macabros; la elaboración de un juego en la que la única ganadora y bienaventurada entretenida soy yo y mi perverso ego imaginativo. Es el genio cruel del aburrimiento quien me hace pensar en jugar a ser Dios. Las conversaciones con gente de una índole maliciosa tan guardada como la propia, hacen que sutilmente germinen ideas dentro de nuestra (de mi) cabeza. Ideas sobre cómo jugar a ser Dios. Y a veces es mejor (creo que es mejor) que esa travesura tan terrenal -como todos los placeres- quede en palabras, en frases intrincadas y juegos metafóricos.

No encuentro una explicación y a lo mejor no tendría por qué encontrarla, son sólo ideas las que invaden los minutos que pasan en una clase que no me interesa ni en lo más mínimo.

Construyo un refugio, un refugio subterráneo con todas las comodidades que necesito para mi paz mental y corporal. El cuerpo es también parte del alma post-moderna. Lo material ya no es prescindible, las apariencias sí importan. ¿Cruel verdad? A lo mejor… Me alejo de la luz que me quita la inspiración. Siempre la oscuridad se adapta mejor a las ideas oscuras.

Segmentar, segmentar. No puedo de buenas a primeras juntar a las razas que serán motivo de mi nuevo mundo. Cada uno de mis movimientos está calculado. Nadie moverá ni un solo músculo si no lo he comandado yo primero. Será el inicio de una era de perfección, de un autoritarismo que encuentra su pureza en el simple deseo de erradicar los males de la raza humana.

Los primeros serán los que instituirán el aspecto que busco. Como dije, la mente ya no puede estar sola. Quiero a los de ojos bonitos, pestañas largas, lampiños, de buenos abdominales y glúteos firmes. A los que hagan reír a la gente, que en su carácter denoten buen humor y pasta de buena vibra. Habrá que hacer todo un seguimiento. No es un proyecto a corto plazo. Serán meses de investigación. Todo comienza con una buena idea. Claro está que esa idea ya nació y no verá su muerte hasta que bien entrado su desarrollo, nadie pueda hacer nada para destruirla. Mala hierba nunca muere.

Quiero a los de caras poco comunes, de cuerpos no tan perfectos, sólo algunos de mentes vagas pero de almas buenas, a los que no se les ocurra una idea como la que tuvo su creadora. Crear una raza nueva. Vaya catástrofe. Necesito no personas, sino pedazos de carne para reproducir una nueva raza. ¿Para qué comprar todo el chancho, si sólo quiero 100 gramos de chorizo?

Quiero a las mentes brillantes, a los de sabiduría sesgada, a parias del mundo de la luz. A aquellos que en su soledad y aspereza encuentren la inacabable capacidad de crear. Ellos serán los padres de los nuevos intelectos.

Tendré que arrancarles las cuerdas vocales. No me gusta el ruido de la desesperación. Los ataré a paredones de fusilación de libertad. Serán sólo mis animales de experimentación, mis objetos de estudio, mis ratas de laboratorio. Los privaré de todo movimiento y sensaciones y dejaré nada más sus genitales expuestos al aire. Serán mis probetas, mis vientres de alquiler. No quiero verles las caras y sentir la inescrutable y patética pena a la que me condiciona mi humanidad.

Los que nazcan serán todos mis hijos; más hijos míos que los que pudieran brotar de mis entrañas. Una nueva casta con la carga genética no adquirida de los que dieron su materia física. Llevarán la naturaleza genial de las parias. Pero llevarán mi mente, mi alma. Serán todos perfectos. Serán todos hijos míos.

Jenti, así es como me llaman

(escrito durante la época de colegio)
Y así hasta más de media noche la música llenó nuestros oídos, la habitación, y luego toda la quinta. Era tan bella la música, que por unas cuantas horas el silencio fue absoluto. Tan profundo, que ni el caminar de las moscas de la fruta, ni el chirrido de los grillos se escuchaban; sólo el arpa y las voces un poco roncas y adormecidas y, de cuando en cuando, las risas exaltadas por el aguardiente: “ La vida está hecha de momentos”. Tus palabras transformaban poco a poco mi manera de ver la vida: “de momentos preciosos como éstos”. Y sentado allí, como si el sillón hubiese sido hecho a tu medida, fumabas tu pipa, ya olvidado todo el asunto de las grageas, y la desesperación de tu mujer: ”la vida debe ser tranquila, sin excesivas preocupaciones, hay que vivir en paz”. Y yo con la conciencia fastidiando de rato en rato, seguía adornando el ambiente con mi voz angelical, cantarina, como más tarde la llamaste: “Lindo, muy lindo, ¿no Camarena?”, “Sin duda, Juanito, sin duda”. Nunca hasta ese día habían elogiado mi voz, y no porque nunca hubiese cantado, sino porque nunca nadie me había prestado mayor atención. Recuerdo esas épocas, por las que mi madre había muerto, y salía a las calles, a balbucear huaynos simples con la voz resquebrajada, como un pajarito lastimado, de la pura tristeza, para ganar aunque fuese un pan: ”ya pe, seño´, un centavito...”. Y después cuando el tío abuelo me recogió y vine por primera vez; al poco tiempo se enfermó y tuve que hacer nuevamente uso de mis inestimadas calidades vocales para poner algo de comida en la boca. Y otra vez, como chiquillo sin razones ni quejas, sin tiempo entre trabajo y trabajo mal pagado, canté una y otra vez más mis penas y también las ajenas, sin que alguien escuchara mis lamentos, por la prisa que llevaba, y dejando unos cuantos centavos sólo por compasión en mi lata oxidada.
Y mientras yo recordaba mis viejos y ya lejanos tiempos en silencio, tú te mecías tranquilamente entre el sopor de la vieja sala, en una atmósfera muy agradable a todos los sentidos, como si por ti los años no pasaran, gozando de cada segundo, dejando al descuido los detalles de tu vida. ¿Siempre habías sido así?. Nunca me atreví a preguntarte. “Para que nunca hagas algo indebido Jenti, debo darte algunos consejos”. Lo recuerdo como si fuese ayer: ”es mala educación preguntar por los detalles de la vida de las personas”. Y como otras veces, oponiéndome a mi condición de niño, me resolví a seguir tu consejo, aunque la curiosidad me carcomiera lentito, lentito. “Sé que quieres saber mucho de todo y de todos, pero vas a tener que inventar las respuestas tú mismo”. Y por todos estos detalles escondidos me sorprendía que alguien tan quisquillosa como Matilde se hubiese fijado en ti. Bien eras conocido por tu descuido, por eso durante meses se habló del gran error que habías cometido al haber caído en su trampa, que era por demás decirlo, casi irreparable. ¿Por qué habías caído?, ¿por qué tuviste que someterte a esa tortura de por vida?.
Hacía ya unos cuantos meses que me habías rescatado de las fauces de la soledad y el abandono en las que me encontraba, tan sin fuerzas para salir de la desesperante miseria, para acogerme como hijo tuyo en el calor de tu hogar. Calor que luego se enfrió un poco cuando llegó Matilde. No sabía por qué me despreciaba tanto. Era majta, ya casi podía aceptar esa condición tan despectiva a la que ella me sometía a diario. “¡Oye, majta, haz esto!... ¡Oye, majta, haz lo otro!” y si no lo hacía con el debido y añadido cuidado, “¡Majta tenías que ser!, sería bueno convencer a Juan para poder largarte de aquí.” Ya no me dolía tanto, casi había aprendido a aceptarlo, pero a veces sus comentarios ardían como el golpe de un San Martín, “encima de incumplido, también ladrón! ¡Esto es el colmo!, debería llevarte a la gendarmería, ah! No aguanto! Cuidadito con hacerme otra jugarreta porque ahí si que no sé cómo, pero te saco!”, siempre me amenazaba, pero nunca podía cumplir sus promesas, por temor a ti. Nunca lo ibas a permitir, y eso me consolaba. Era como una madre para mí, de alguna u otra manera lo llegó a ser. Por supuesto recordaba a la original y sabía que nunca nadie iba a poder ser como ella, pero por ser mujer, la tomé como reemplazo. Por eso estar allí contigo a esas horas hacía que me sintiera culpable. Hacía ya un año y medio que la verdadera había muerto y, sin embargo, su imagen seguía viva en mi cabeza. No podía olvidarla, no debía: ”Madre hay sólo una, Jenti, recuerda eso” dijiste, y ciertamente yo sabía que lo iba a hacer por el resto de mi vida. Ah! Esos días en que mis preocupaciones no pasaban de con quién jugar, o qué golosina saborear. ¡Cómo los extrañaba!, pero sobre todo, ¡cómo extrañaba a mi madre!. “Sé que estás triste, Jenti, pero no puedes lamentarte toda tu vida, es mejor perdonar y olvidar los malos momentos, pero no todos los buenos, sobretodo los que pasaste junto a ella”.
Y seguimos allí. Perdí la noción del tiempo luego de la quinta canción. Pasaban los minutos, y aún la voluntad de dejar a Camarena y su arpa no asomaba. Y yo creía entender tus razones. Nunca habías dicho una sola palabra, pero en tus ojos se podía casi leer lo que pensabas. “Yo la quiero, de verdad, pero...” Nunca había escuchado el final de la frase. Yo te conocía lo suficiente, pero sabía que todavía no podía afirmar a ciencia cierta lo que pasaba por tu mente: “cuando crezcas entenderás cómo funciona la vida, Jenti”. Adoraba tus palabras sabias: “hay gente que nunca lo hace, pero tú no eres una de ellas”. Todavía era un niño. Pero ahora que crecí, y ya no estás a mi lado, y pienso en ti, mi padre de alma, sé que te arrepentías de no poder seguir viviendo totalmente libre, de tener que estar atado a tu mujer.
Y así pasaron todos los años, después de ese día en que regresamos por la mañana, llevando el pan para el desayuno y Matilde se resolvió a no volver a dirigirte la palabra, sino era para hacerte un encargo, ni a mirarte a los ojos, y comportarse como una esposa debe, ni siquiera a tenerte el respeto que como esposo merecías, porque para ella tú habías dejado de existir: “Eres el colmo Juan Chávez, sabías que esto era importante para mí, y sin embargo lo arruinaste todo” fueron sus últimas palabras sin el tono imperativo y sarcástico que usualmente reinaba en su voz. La habías humillado, y eso para ella era imperdonable. Tengo todos las palabras malintencionadas de esos años grabadas en mi memoria, todos los momentos en que vengó su desgracia haciendo cosas que sabía que te molestaría. Pero nunca logró realmente su cometido: “es mejor no hacer caso de sus acciones, si lo hacemos lo seguirá haciendo, si no, simplemente se cansará de no obtener una respuesta”. Eras inteligente. Y ambos sabíamos que la única razón por la que siguió allí, encerrada como una serpiente, fue por el qué dirán de los vecinos. Hasta que al fin un día murió envenenada:” Dicen los doctores que es envenenamiento, pero no saben de qué”. De seguro con su propio ser, con su amargura debió haber contaminado su sangre, porque nunca en todos los siguientes años se descubrió la verdadera causa. Muchos malhablados decían que tú, Juan Chávez, le habías echado extracto de flores de floripondio a su té de media tarde, porque ya estabas cansado de vivir en tan profunda miseria espiritual. Pero yo sabía que tú no eras capaz ni de matar una mosca. Podía ser que muy dentro de ti, morbosamente festejaras algo su muerte, pero eso era algo impensable, conociéndote como te conocía. De ninguna manera, por más miserable que hubieses sido no hubieses hecho algo así de atroz. Y como casi todos los hombres del mundo lloraste la muerte de tu difunta, y atendiste a tus visitantes en el velatorio, y recibiste las condolencias respectivas, aún cuando todo el mundo sabía por todo lo que ella te había hecho pasar esos años, y aún sabiendo que ustedes nunca se casaron. Luego de todo el incidente el alboroto social era enorme, todos hablaban sobre lo que habría pasado. Pero tú seguiste impasible, como siempre. La soltería en ese momento fue lo mejor que pudo haberte pasado, eras libre, libre al fin y para siempre. Nunca te volviste a casar:” Un hombre de mi edad ya no se casa, Jenti, soy demasiado viejo” replicaste a mis tantas exigencias de buscar otra mujer. Pero yo creía que no debía ser así. Tu semblante era ya maduro, pero de ninguna manera disgustaba. Alguna vez te escuché decir: ” los mejores cañazos son aquellos bien añejados”. Definitivamente tú eras como un buen cañazo.
Y así te he recordado ahora, Juan Chávez, tal y como fuiste, tan despreocupado, tan amable y caritativo, pero a la vez tan vivo y tan humano. Y procuraba hacer todo lo que tú hubieses hecho. Recordaba las épocas felices que vivimos juntos y todos los problemas de los que me sacaste. Recordaba todas las lágrimas que derramé cuando caíste enfermo, y todas las amargas gotas que cayeron de tus ojos por las obscuras noches, en que creías que yo dormía, pero en las que en realidad me quedaba sentado al pie tu puerta, escuchándote, y sintiéndome culpable porque tú no sabías qué iba a ser de mí sin ti. Recuerdo todas las palabras de aliento, con el usual tono despreocupado, aún cuando sabías que sólo te quedaban unos cuantos suspiros más. Así te recordaba Juan Chávez, tal y como te retraté en mi mente desde la primera vez que te vi, mi salvador y preguntaste “¿cómo te llamas?. “Jenti, así es como me llaman”...

De negro se viste la gente

Seguían llegando. Y media hora después seguían llegando, como si una fuerza exterior mandara a apretujar a cada vez más gente en un espacio tan pequeño, que se hacía sentir tan espacioso. Y siguieron llegando, hasta que todo estuvo lleno y tuvieron que pararse afuera, y hacer un esfuerzo sobre-humano por escuchar a quienes hablaban.
La reunión -privada en un principio- se convirtió en una procesión de gente que algunas veces se saludaban y otras también. Las viejas –atrapadas en el pasado- cuchicheaban oraciones y salmos arrodilladas en pequeños cojines, que acomodados en una fila, evitaban que vejestorios como los que los utilizaban se lastimaran las rodillas, al adorar algo que ni siquiera sentían del todo. Los viejos daban largas bocanadas a sus puros, encerrados en un interminable círculo de humo y carcajadas inapropiadas para la situación, a unos diez o veinte metros de toda civilización enlutada, volviendo de rato en rato a sus esposas para preguntarles cómo se encontraban.
El espacio circundante al mármol amarillento en donde se encontraba la gran cruz de madera, parecía una fiesta comunal de cuervos; y de rato en rato, algún colorinche barato rompía la ensombrecida solemnidad.
En un momento, dejaron de llegar y para esa hora, ya todas las bancas -de tornillo enchapado en cedro- estaban llenas, como extensas latas de sardinas destapadas.
Los jóvenes reposaban parados, cediendo el sitio a los más experimentados en ese tipo de ceremonias. No hablaban, por simple respeto. Realmente no sabían qué hacer. Todos y cada uno de ellos seguro pensando en algo más que en las flores que iban adornando el ataúd, las bancas maltratas y en los niños que les jalaban los pantalones y las faldas, sólo para molestarlos un poco. Y seguro, más de uno, deseando no haber ido tan abrigado, o simplemente así.
Al fin, después de la larga, casi eterna espera en momentos como ese, la ceremonia comenzó. Padre nuestro que estás en el cielo...
El ambiente rebosaba de un olor a gardenias y a girasoles marchitos, de claveles frescos y rosas casi rancias, acompañados por un cierto olorsillo -bastante molesto- generado por las glándulas sudoríparas algo hiperactivas de alguna persona olvidadiza.
Los pequeños niños, fastidiados por el sofocante calor de la mitad del verano y de las vestimentas sofisticadas a las cuales no estaban acostumbrados, revoloteaban por ahí, fastidiando con su inocente impertinencia.
Una hora después, todo acabó. Los individuos de aquella masa voluminosa y desconocida salía por la puerta del frente, pero antes de poner siquiera un pie afuera, giraba sobre sí misma, hacían un rápido gesto con la mano sobre el pecho y se iban impulsados por el ímpetu que infunde la tristeza a veces. El que menos, salía con los ojos enrojecidos de tanta chilladera.
Fue una persona bastante querida, se notaba en los ojos de los familiares y amigos. Amargas gotas habían regado el sendero hasta el cementerio. Mucha gente subió a sus carros y aceleró en un intento por ponerse más adelante, más y más cerca; otro poco se quedó llorando sus penas en alguna cevichería cercana, ahogando las penas en unas cuantas botellas de cerveza. De todas maneras, la misión había sido cumplida.