26.2.08

Amnesia

No sé si les pase a todos, pero en mi vida es una constante. Quise iniciar este blog con una entrada que sigue en el escritorio de Maryoku (mi laptop), pero en su lugar decidí escribir algo más alegre y menos denso, con el propósito de que esa “primera impresión” de la que todo el mundo habla no diera a entender que soy una persona lúgubre y atormentada. Puedo llegar a serlo, no se confundan. Es sólo que estoy pasando por unos días difíciles y que además, suelo escribir catárticamente. Estuve pensando durante la mañana cuál sería el tema. De pronto, mientras inspeccionaba la creciente cantidad de imperfecciones en mi rostro –la edad Rocamadour es un bicho que anda y anda, y con la edad las arrugas y manchas y demás deterioros- en el espejo del mi baño -porque los baños son típicos lugares donde uno termina por darle rienda suelta a la imaginación, no se hagan los tercios- se me ocurrió una no buena, sino magnífica idea (todo creador cree con firmeza que sus creaciones son invencibles, acéptenlo bloggeros). Y de pronto, abro la puerta del baño y antes de salir yo, la idea ya me había abandonado. ¡Por un Cristo! No puede estar pasándome esto otra vez! No es la primera fuga. Tengo 24 años, y la memoria no me da. ¿Será la interminable fila de datos que la llena? No, realmente es que soy despistada, hay que aceptarlo. Mi atención es volátil y sólo lo que realmente capta mi atención y es repetido puede ser retenido en mi memoria. Puedo acordarme cómo fue mi primer beso o la primera vez de muchas cosas. Puedo acordarme del polo que fulanito tenía puesto el día en que salimos por primera vez. Puedo acordarme frases o miradas o situaciones que me marcaron. Pero ¿qué comí ayer? No tengo idea. Por otro lado, soy un poco floja.
Opté entonces por acostumbrarme a utilizar una agenda y a no dejar para mañana lo que puedo hacer hoy. Y durante algún tiempo funcionó: garabatos incomprensibles hechos durante una llamada telefónica, una caligrafía con la que cualquier profesor de primaria me alentaría a usar “Coquito”, números de teléfonos sin nombre que los identificara, pero eso sí, una ortografía impecable. Pero la agenda es aparatosa y no para llevar en cualquier cartera. Necesitaba algo más práctico. El propósito inmediato de tener papel y lapicero a la mano es el de anotar exactamente cualquier cosa que interrumpa la tranquilidad de una mente vacía. En este momento me viene a la mente una frase que escribí en un ensayo de la Universidad para un curso con Julio Hevia: “las alucinaciones son producidas por vacíos y basuritas mentales”, o sea que toda creación nace del ocio y de fragmentos de experiencia unidas en una gran mole. Esa frase me valió un sabroso 19 y un comentario muy perspicaz. Me di cuenta de que evidentemente tenía que llevar conmigo una pequeña libreta. Y por un tiempo funcionó. Primero una de papel reciclado de colores llamativos y hojas secas decorando las tapas seguidas de libretitas menos llamativas y menos decoradas, porque empezaron a desaparecer. En este punto es preciso que aclare algo: las inocentes libretas no se esfumaban. Las dejaba olvidadas en algún lado, luego olvidaba dónde, luego olvidaba que había dejado olvidado algo en algún lugar y no volvía a recuperar ni el papel ni las ideas.
Ahora, tengo dos opciones: aceptar mi limitación y reírme o alarmarme. Normalmente me alarmo, porque suele suceder que este pequeño defecto mío afecta a otras personas (nunca hasta llegar al borde de una crisis). Me hago el firme propósito de no ser floja y de poner toda la atención necesaria. Pero finalmente, al final del día estoy cansada y con ganas de irme a la cama y olvidarme del mundo. Y efectivamente, así sucede.