7.2.09

Jenti, así es como me llaman

(escrito durante la época de colegio)
Y así hasta más de media noche la música llenó nuestros oídos, la habitación, y luego toda la quinta. Era tan bella la música, que por unas cuantas horas el silencio fue absoluto. Tan profundo, que ni el caminar de las moscas de la fruta, ni el chirrido de los grillos se escuchaban; sólo el arpa y las voces un poco roncas y adormecidas y, de cuando en cuando, las risas exaltadas por el aguardiente: “ La vida está hecha de momentos”. Tus palabras transformaban poco a poco mi manera de ver la vida: “de momentos preciosos como éstos”. Y sentado allí, como si el sillón hubiese sido hecho a tu medida, fumabas tu pipa, ya olvidado todo el asunto de las grageas, y la desesperación de tu mujer: ”la vida debe ser tranquila, sin excesivas preocupaciones, hay que vivir en paz”. Y yo con la conciencia fastidiando de rato en rato, seguía adornando el ambiente con mi voz angelical, cantarina, como más tarde la llamaste: “Lindo, muy lindo, ¿no Camarena?”, “Sin duda, Juanito, sin duda”. Nunca hasta ese día habían elogiado mi voz, y no porque nunca hubiese cantado, sino porque nunca nadie me había prestado mayor atención. Recuerdo esas épocas, por las que mi madre había muerto, y salía a las calles, a balbucear huaynos simples con la voz resquebrajada, como un pajarito lastimado, de la pura tristeza, para ganar aunque fuese un pan: ”ya pe, seño´, un centavito...”. Y después cuando el tío abuelo me recogió y vine por primera vez; al poco tiempo se enfermó y tuve que hacer nuevamente uso de mis inestimadas calidades vocales para poner algo de comida en la boca. Y otra vez, como chiquillo sin razones ni quejas, sin tiempo entre trabajo y trabajo mal pagado, canté una y otra vez más mis penas y también las ajenas, sin que alguien escuchara mis lamentos, por la prisa que llevaba, y dejando unos cuantos centavos sólo por compasión en mi lata oxidada.
Y mientras yo recordaba mis viejos y ya lejanos tiempos en silencio, tú te mecías tranquilamente entre el sopor de la vieja sala, en una atmósfera muy agradable a todos los sentidos, como si por ti los años no pasaran, gozando de cada segundo, dejando al descuido los detalles de tu vida. ¿Siempre habías sido así?. Nunca me atreví a preguntarte. “Para que nunca hagas algo indebido Jenti, debo darte algunos consejos”. Lo recuerdo como si fuese ayer: ”es mala educación preguntar por los detalles de la vida de las personas”. Y como otras veces, oponiéndome a mi condición de niño, me resolví a seguir tu consejo, aunque la curiosidad me carcomiera lentito, lentito. “Sé que quieres saber mucho de todo y de todos, pero vas a tener que inventar las respuestas tú mismo”. Y por todos estos detalles escondidos me sorprendía que alguien tan quisquillosa como Matilde se hubiese fijado en ti. Bien eras conocido por tu descuido, por eso durante meses se habló del gran error que habías cometido al haber caído en su trampa, que era por demás decirlo, casi irreparable. ¿Por qué habías caído?, ¿por qué tuviste que someterte a esa tortura de por vida?.
Hacía ya unos cuantos meses que me habías rescatado de las fauces de la soledad y el abandono en las que me encontraba, tan sin fuerzas para salir de la desesperante miseria, para acogerme como hijo tuyo en el calor de tu hogar. Calor que luego se enfrió un poco cuando llegó Matilde. No sabía por qué me despreciaba tanto. Era majta, ya casi podía aceptar esa condición tan despectiva a la que ella me sometía a diario. “¡Oye, majta, haz esto!... ¡Oye, majta, haz lo otro!” y si no lo hacía con el debido y añadido cuidado, “¡Majta tenías que ser!, sería bueno convencer a Juan para poder largarte de aquí.” Ya no me dolía tanto, casi había aprendido a aceptarlo, pero a veces sus comentarios ardían como el golpe de un San Martín, “encima de incumplido, también ladrón! ¡Esto es el colmo!, debería llevarte a la gendarmería, ah! No aguanto! Cuidadito con hacerme otra jugarreta porque ahí si que no sé cómo, pero te saco!”, siempre me amenazaba, pero nunca podía cumplir sus promesas, por temor a ti. Nunca lo ibas a permitir, y eso me consolaba. Era como una madre para mí, de alguna u otra manera lo llegó a ser. Por supuesto recordaba a la original y sabía que nunca nadie iba a poder ser como ella, pero por ser mujer, la tomé como reemplazo. Por eso estar allí contigo a esas horas hacía que me sintiera culpable. Hacía ya un año y medio que la verdadera había muerto y, sin embargo, su imagen seguía viva en mi cabeza. No podía olvidarla, no debía: ”Madre hay sólo una, Jenti, recuerda eso” dijiste, y ciertamente yo sabía que lo iba a hacer por el resto de mi vida. Ah! Esos días en que mis preocupaciones no pasaban de con quién jugar, o qué golosina saborear. ¡Cómo los extrañaba!, pero sobre todo, ¡cómo extrañaba a mi madre!. “Sé que estás triste, Jenti, pero no puedes lamentarte toda tu vida, es mejor perdonar y olvidar los malos momentos, pero no todos los buenos, sobretodo los que pasaste junto a ella”.
Y seguimos allí. Perdí la noción del tiempo luego de la quinta canción. Pasaban los minutos, y aún la voluntad de dejar a Camarena y su arpa no asomaba. Y yo creía entender tus razones. Nunca habías dicho una sola palabra, pero en tus ojos se podía casi leer lo que pensabas. “Yo la quiero, de verdad, pero...” Nunca había escuchado el final de la frase. Yo te conocía lo suficiente, pero sabía que todavía no podía afirmar a ciencia cierta lo que pasaba por tu mente: “cuando crezcas entenderás cómo funciona la vida, Jenti”. Adoraba tus palabras sabias: “hay gente que nunca lo hace, pero tú no eres una de ellas”. Todavía era un niño. Pero ahora que crecí, y ya no estás a mi lado, y pienso en ti, mi padre de alma, sé que te arrepentías de no poder seguir viviendo totalmente libre, de tener que estar atado a tu mujer.
Y así pasaron todos los años, después de ese día en que regresamos por la mañana, llevando el pan para el desayuno y Matilde se resolvió a no volver a dirigirte la palabra, sino era para hacerte un encargo, ni a mirarte a los ojos, y comportarse como una esposa debe, ni siquiera a tenerte el respeto que como esposo merecías, porque para ella tú habías dejado de existir: “Eres el colmo Juan Chávez, sabías que esto era importante para mí, y sin embargo lo arruinaste todo” fueron sus últimas palabras sin el tono imperativo y sarcástico que usualmente reinaba en su voz. La habías humillado, y eso para ella era imperdonable. Tengo todos las palabras malintencionadas de esos años grabadas en mi memoria, todos los momentos en que vengó su desgracia haciendo cosas que sabía que te molestaría. Pero nunca logró realmente su cometido: “es mejor no hacer caso de sus acciones, si lo hacemos lo seguirá haciendo, si no, simplemente se cansará de no obtener una respuesta”. Eras inteligente. Y ambos sabíamos que la única razón por la que siguió allí, encerrada como una serpiente, fue por el qué dirán de los vecinos. Hasta que al fin un día murió envenenada:” Dicen los doctores que es envenenamiento, pero no saben de qué”. De seguro con su propio ser, con su amargura debió haber contaminado su sangre, porque nunca en todos los siguientes años se descubrió la verdadera causa. Muchos malhablados decían que tú, Juan Chávez, le habías echado extracto de flores de floripondio a su té de media tarde, porque ya estabas cansado de vivir en tan profunda miseria espiritual. Pero yo sabía que tú no eras capaz ni de matar una mosca. Podía ser que muy dentro de ti, morbosamente festejaras algo su muerte, pero eso era algo impensable, conociéndote como te conocía. De ninguna manera, por más miserable que hubieses sido no hubieses hecho algo así de atroz. Y como casi todos los hombres del mundo lloraste la muerte de tu difunta, y atendiste a tus visitantes en el velatorio, y recibiste las condolencias respectivas, aún cuando todo el mundo sabía por todo lo que ella te había hecho pasar esos años, y aún sabiendo que ustedes nunca se casaron. Luego de todo el incidente el alboroto social era enorme, todos hablaban sobre lo que habría pasado. Pero tú seguiste impasible, como siempre. La soltería en ese momento fue lo mejor que pudo haberte pasado, eras libre, libre al fin y para siempre. Nunca te volviste a casar:” Un hombre de mi edad ya no se casa, Jenti, soy demasiado viejo” replicaste a mis tantas exigencias de buscar otra mujer. Pero yo creía que no debía ser así. Tu semblante era ya maduro, pero de ninguna manera disgustaba. Alguna vez te escuché decir: ” los mejores cañazos son aquellos bien añejados”. Definitivamente tú eras como un buen cañazo.
Y así te he recordado ahora, Juan Chávez, tal y como fuiste, tan despreocupado, tan amable y caritativo, pero a la vez tan vivo y tan humano. Y procuraba hacer todo lo que tú hubieses hecho. Recordaba las épocas felices que vivimos juntos y todos los problemas de los que me sacaste. Recordaba todas las lágrimas que derramé cuando caíste enfermo, y todas las amargas gotas que cayeron de tus ojos por las obscuras noches, en que creías que yo dormía, pero en las que en realidad me quedaba sentado al pie tu puerta, escuchándote, y sintiéndome culpable porque tú no sabías qué iba a ser de mí sin ti. Recuerdo todas las palabras de aliento, con el usual tono despreocupado, aún cuando sabías que sólo te quedaban unos cuantos suspiros más. Así te recordaba Juan Chávez, tal y como te retraté en mi mente desde la primera vez que te vi, mi salvador y preguntaste “¿cómo te llamas?. “Jenti, así es como me llaman”...

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