23.3.09

Carta a mi padre - I

Si, ya lo sé. Eres parte de lo que soy, no lo puedo negar. Aunque a veces creo que debería, teniendo en cuenta tu naturaleza de mano que tira la piedra y esconde la mano. Te descubrí hace ya casi 3 años, y me descubrí a mi misma también.Rocfort. 7 letras que me condenan a una naturaleza que nunca pedí, pero que es innegable. Una naturaleza que reconocí solo a través de MSN y luego en ese viaje a Brasil que explicó tantas cosas… Tanto tiempo buscándote... Tal vez es momento de contarte cómo sucedió todo. 

Así le decían todos: Mami. La matriarca de mi inestable y siempre altanera familia. Mami, mi abuela materna, fue siempre como mi madre después de mi madre y después de que tú te fuiste. Veíamos Natacha y Trampolín a la fama, allá en esas épocas en que teníamos que hacer colas para superar la inflación que Alan García nos había dejado. Me cargaba para llevarme al nido, porque si hay algo que nunca me han podido quitar es la flojera. Callada, casi distante, parecía guardar muchos secretos de los que cuales seguramente no sabré ya nunca. Uno de ellos eras tú. O al menos eso es lo que creo, tomando en cuenta que fue recién en la misa de conmemoración de un mes de su fallecimiento cuando supe que seguías vivo. Vaya manera de enterarme. La congoja de aceptar el fallecimiento de una de las personas que más quería se había mezclado con una confusión que no podía sino paralizarme al borde de las lágrimas. Ella, esa tía a la que casi ya no veía después del pleito entre mi mamá y su esposo, mi tío, se acercó a mi, seguramente por encargo.

-Tengo el correo electrónico de tu papá. ¿Le quieres escribir? Seguramente a el le gustaría

En ese momento se me congeló el corazón y la lengua. Yo, que normalmente tenía la respuesta a todo, en ese momento no hice más que asentir. No supe qué decir. 

Me lo dio algunos días después. Y me pasé algunos otros días más tratando de decidir si escribirte o no. No sabía si era verdad o todo era una burla cruel. No sabía si yo estaba preparada, o si tú realmente querías hablar conmigo. Después de todo, habían pasado ya 22 años desde la última vez que me viste. Hablé con mi mamá y lo único que dijo fue que ya era grande como para tomar mis propias decisiones. Qué equivocada estaba! Nunca se es demasiado grande para escuchar los consejos de los padres, aún cuando solemos ser tercos al respecto.

Resolví escribirte tres líneas casi indiferentes, después de cavilaciones que duraron días, sobre la verdadera razón por la cual quería saber qué era de tu vida. Hasta hoy no sé cuál fue la razón verdadera, supongo que curiosidad. Y tu respuesta, escueta, sin culpa. Como si nos conociéramos de toda la vida.

Fue una etapa dura: ver pero no poder sentir (sólo a través de la webcam y del sonido interferido de una conexión telefónica internacional), ni tocar, ni siquiera escuchar la realidad de tu voz. Aún así, me veo al espejo y te veo reflejado en mí. Tus gestos, tu mirada, tu manera de reír son la evidencia irrefutable de tu contribución al 50% de mi existencia. Todo tú me haces recordar que la genética es una fuerza ineludible y que no permite el olvido. 

Me rompiste el corazón tantas veces que ya no puedo contarlas. Me lo rompiste primero con un golpe brutal, y cuando trataba de reconstruirlo pieza a pieza, golpeabas con un pequeño cincel y estas se volvían polvo. Hablabas mal de mi familia, que a pesar de su naturaleza especial y casi incomprensible, seguían siendo mi familia y eso suponía que en mi fuese naciendo una aversión hacia ti. Quisiste envenenarme, tantas veces, de tantas maneras, contra tanta gente, comportándote siempre como un niño que no se siente culpable de nada porque no comprende nada. Fueron casi dos años de comunicaciones al principio emocionadas, por intentar descubrir respuestas que me fueron negadas; y luego ya por compromiso, por intentar construir una relación que no existió desde un principio.

Ahora sólo me queda decir que todo lo que quise no existe más. Cumplí con mi sueño de saber quién eras, si seguías vivo. Descubrí en dónde nacían mis antebrazos gruesos, mi facilidad para los idiomas, mi naturaleza enamoradiza y viajera. Pero ya no queda más. La relación padre-hija era sólo una ilusión que me dejó vivir una infancia semi vacía, llena de dudas, llena de miradas de nostalgia hacia los padres de mis amigas del colegio. Pero ahora, ya a los 25, es hora de olvidar y dejar ir. Seguiré apellidando Rocfort, pero lo único que llevaré con orgullo será mi pasaporte francés.

1 comentario:

Diego M. Chang Prado dijo...

No quise ser inoportuno con tu historia, pero tampoco quería que mis palabras se quedaran mudas; ahora, mucho menos que se queden sólo en un blog, no sé tú...